Saludos.
Karolina Vela
EL
COLLAR DE PLATA
La muchacha fue a
descansar a la orilla del río. Su día había sido agotador: limpió corrales de
gallinas, ordeñó a su única vaca, limpió la casa, hizo la colada, trabajó en la
huerta, limpió y alimentó a su vieja yegua y encima remendó calcetines. Sintió
alivio al recostarse en la tierra húmeda y suspiró de placer cuando el viento
fresco sopló y secó el sudor que le caía por el cuello.
Antes de cerrar los
ojos, observó que el cielo se expandía entre las copas de los árboles. Encontró
que las nubes tenían formas de aves y que los tenues rayos de sol la
acariciaban con dulzura. Pensó que la tarde le sonreía y le hacía guiños para
que descansara. Lentamente, entre sonrisas de fatiga, al fin se quedó dormida.
Al cabo de una hora, la
despertó el eco de una flauta. Pero no quiso abrir los ojos para ver de dónde
provenía porque le resultaba más relajante que el sueño profundo. Abrió los
labios y suspiró.
Tuvo la sensación de
que la música salía y entraba a voluntad de su cuerpo, primero con notas
pausadas y ligeras, pero a medida que la pieza evolucionaba, el ritmo se
aceleraba; los compases se volvían más efusivos; las secuencias graves y
agudas, agudas y graves marchaban de forma incontrolable…aquella música la
sometía y la hacía temblar más allá de los músculos. Esa música era peligrosa,
si continuaba podía hacerla estallar, pero no estaba segura si de dolor.
Cuando estuvo a punto
de desear que aquel ritmo continuara, éste se detuvo.
-Veo que lo ha
disfrutado.
Sintió una sacudida en el vientre ante lo intempestivo
del final. Aún confusa y con los ojos cerrados, trató de adivinar quién le
hablaba.
-
¿No es
así? -, dijo insistente la voz.
La muchacha, ya
recuperada, abrió los ojos.
-Me refiero a la pieza
que toqué para usted. Hace unos días que la compuse.
Y junto a ella estaba un hombre con el torso
desnudo y el agua hasta la cintura. Entorno
los ojos para reconocerlo y no descubrió a nadie conocido de la aldea.
- No lo conozco.
-Sin embargo, su cuerpo
sí que parece conocer mi música.
La muchacha no supo si debía
abofetearlo. Justo cuando sus mejillas empezaban a hincharse de furia ante la
posible ofensa, el hombre le dijo:
-Lo siento. No me
malinterprete. Hablo en términos musicales. Es del todo natural
que el cuerpo reaccione a la música, y que el suyo haya respondido a la mía, ha
sido un honor. Si la música no provoca, entonces no existe. Usted me acaba
de afirmar que mi composición tiene vida. Se lo agradezco.
La muchacha frunció el
ceño extrañada y por toda respuesta le contestó:
- ¿Quién es usted?
-Señorita…-, dijo el
hombre e hizo una pausa demasiado larga que la impacientó.
-Sí, no soy de por
aquí, como puede notarlo. No sabría decirle de dónde, he vivido en muchas,
muchas partes desde que recuerdo. Pero en cuestiones prácticas, puede decirse
que soy de un pueblo del este; a dos meses de camino.
-Muy lejos.
-Sí, pero el viaje resulta
bastante agradable. Siempre procuro caminar a la orilla de los ríos. Soy un
amante del agua, de la música entre otras cosas…
-Puedo adivinar porqué
ama caminar a la orilla del río-, dijo la joven al notar que el hombre le
miraba fijamente los tobillos.
El hombre no le
contestó, sólo le devolvió una amplia sonrisa.
-Y bien, me parece que
usted dijo que compuso esa pieza para mí… ¿me espiaba?
-Sí, perdóneme, su
belleza me intimidaba y no sabía cómo acercarme.
La chica bajó la mirada,
aparentemente ruborizada y desvió la conversación a otro tema.
- ¿Cuándo llegó a este
pueblo?
- Hace dos noches.
- ¿Planea quedarse
muchos días?
-Aún no lo sé. Todo
depende si a la gente de aquí le gusta mi música tanto como a usted.
-Supongo que se hospeda
en el Pez azul.
-No. Tendí un pequeño
campamento aquí, en el bosque. No me gusta el ambiente de las tabernas.
- ¿Y ha dormido bien?
-Puede decirse que sí.
La muchacha guardó silencio.
Examinó las facciones angulosas y atractivas del hombre, sus ojos obscuros, su
cabello castaño, su torso musculoso y el collar de plata que pendía de su
cuello…esta última observación la dejó pensativa.
-Por favor, no se
sienta obligada a nada. Estoy bien aquí y más si tengo el gusto de ver su
rostro.
La muchacha reflexionó.
Estaba sola en la granja; su padre llegaría hasta la madrugada. Dar una
respuesta afirmativa no era del todo segura. Pero al examinar ventajas y
desventajas, juzgó que había más de las primeras que de las segundas.
Indudablemente había peligros, mas valía la pena enfrentarlos.
-Si usted se comporta
como un caballero, puede quedarse en mi granja.
El muchacho asintió con
una sonrisa breve.
-Se lo agradezco.
-Está bien, puede
seguirme, es por aquella vereda.
La muchacha se
incorporó y se puso en marcha, pero al voltear vio que el hombre continuaba en
el río.
-No puedo salir;
mientras tocaba para usted, mis pies chocaron con una roca del río y se han
herido. No quiero que los vea. ¿Sería tan amable de traerme unas vendas y unos
zapatos de tela?, por favor.
-Lo que usted necesite-.
Y la muchacha fue a la granja, sonriendo esperanzada. El hecho de que no
quisiera mostrarle los pies, reafirmaba su decisión.
Apenas llegó, buscó apresurada entre los
zapatos del padre; al encontrar los adecuados, corrió de regreso y vio que el
hombre la esperaba sentado, pero aún con las piernas hundidas en el río.
-Dese vuelta, por favor.
Mis pies no son dignos de sus ojos.
-Yo podría curarle las
heridas, si me lo permite-, dijo, fingiendo inocencia.
-No es necesario.
La muchacha obedeció.
-Estoy listo. Sólo una
cosa más, no marche de prisa; me duele al caminar.
-Así será.
Mientras andaban el
camino a la granja, aprovecharon para intercambiar sus respectivos nombres,
hablar de las cosechas prósperas, de la gente que habitaba el pueblo y de la
familia de la muchacha. Y mientras conversaban, ella miraba a discreción el
collar de plata y deseaba que la noche se abriera.
T.C.Steele |
Al llegar, el hombre observó
que la propiedad estaba en ruinas; a la casa le asomaban varias maderas
desvencijadas; los corrales apenas tenían aves y en las caballerizas sólo
pernoctaba una triste y flaca yegua.
Él quiso irse.
- ¡Quédese! Nuestra
granja es humilde pero cálida. A mi padre le acaban de dar un buen crédito y en
unos cuantos meses, la granja volverá a ser próspera.
La miró dudoso.
Entonces la chica simuló que se le cayó un pañuelo. Se inclinó a recogerlo y al
hacerlo, dejó ver nuevamente sus hermosos tobillos. Al hombre le brillaron los
ojos.
- Así sea la más
humilde de las moradas, la hospitalidad se agradece.
Y la muchacha lo
hospedó lo mejor que pudo: lo proveyó de una cama y sábanas limpias, suficiente
agua para lavarse, algo de ropa y una cena caliente.
Al anochecer, simulando
cansancio se retiró a dormir.
Lo esperó impaciente
por media hora. A punto de maldecir su suerte y pensar que se había equivocado,
sintió sobre sus senos una respiración agitada.
-Prometió ser un
caballero.
- ¿Está segura?
Entonces ella abrió los
brazos y lo recibió en su lecho.
Una vez que las
caricias concluyeron, el amante se durmió profundamente, pero no su compañera;
aprovechando su inconsciencia, deslizó sus dedos por su cuello y acarició el
collar; lo admiró unos segundos y lo desprendió del dueño. Para sustituirlo, ella
le colocó la brida de la vieja yegua.
Se escuchó un ruido. La
puerta se abrió y apareció el padre. Antes de que pudiera repudiarla, ella
gritó:
- ¡Salvé nuestra
granja! ¡Cacé al Kelpie!
En efecto, del lecho se
incorporó un magnífico corcel blanco de orejas diminutas y de larga y espesa
crin castaña.
- ¡Te atreviste! –
Exclamó el viejo hombre y abrazó a su hija.
Ese fue el inicio de la
ventura para aquella familia. El kelpie trabajó para ellos por una década, y, durante
ese tiempo, la granja se convirtió en la más rica de la comarca, no sólo por sus
abundantes cosechas, si no por su inigualable ganado equino, el cual era de una
fuerza y belleza superior a cualquier otra raza.
Cuando lo dejaron
ir-para evitar posibles maldiciones por parte de este ser- el kelpie les
permitió quedarse con el collar de plata. Y el collar, la familia lo guardó
celosamente por interminables generaciones en una caja de oro.