Aquí estamos de nuevo, con otra entrada de Eco de hadas. Esta vez los sapos y las brujas nos invanden. ¿Preparados? Feliz lectura.
Karolina Vela
LA
SINCERIDAD
—Dame un beso —dijo el
sapo.
Ella frunció el ceño
y torció los labios.
—Dame un beso, soy el
rey de Samarcanda. Estoy hechizado.
La muchacha dudó, luego pulió su
gesto áspero y sonrió. Se hincó y le dio un beso que le supo a fango.
—No has sido sincera,
te ha movido la avaricia.
Ella se enfureció y, de un manotazo, lo aventó.
—¡Quién demonios va
amar a un sapo!
EL
HAMBRE Y LA MUERTE
La bruja supo que la
muerte la acechaba. En el fondo del caldero vio la forma de una cabeza atravesada
por manchas obscuras. No tuvo miedo. Siglos atrás había logrado burlarla. Esta
vez, apostaba, sería más fácil, porque el tiempo la había vuelto más fuerte (ahora
poseía los conjuros más preciados de los nigromantes inmortales). Con una
carcajada, pensó: que la muerte venga cuando guste. E iba a continuar
carcajeándose si no fuera porque en ese instante su estómago crujió.
Entonces recordó que llevaba varias semanas sin comer, que el último niño que devoró no le llenó lo suficiente pues ese cuerpo había sido más hueso que carne. Tengo hambre y la muerte está cerca, vociferó enojada. Y es que de verdad le producía verdadero hastío buscar en los alrededores a un mocoso regordete; prefería evitarse las molestias y simplemente esperar a que alguno pasara por sus dominios y entonces sí que atraparlo. Pero no podía esperar más, el hambre la golpeaba y debía comer, agarrar fuerzas para enfrentar a la muerte; no quería que la muy maldita se regocijara viéndola hambrienta.
Entonces recordó que llevaba varias semanas sin comer, que el último niño que devoró no le llenó lo suficiente pues ese cuerpo había sido más hueso que carne. Tengo hambre y la muerte está cerca, vociferó enojada. Y es que de verdad le producía verdadero hastío buscar en los alrededores a un mocoso regordete; prefería evitarse las molestias y simplemente esperar a que alguno pasara por sus dominios y entonces sí que atraparlo. Pero no podía esperar más, el hambre la golpeaba y debía comer, agarrar fuerzas para enfrentar a la muerte; no quería que la muy maldita se regocijara viéndola hambrienta.
Tomó la escoba y la
montó. Salió volando por la ventana. Con su vista de halcón, escudriñó en los
límites del oeste. Nada. Siguió buscando por dos horas más. Obtuvo igual
resultado. Apretó el puño izquierdo y golpeó al aire. Ni un bocado a la redonda;
frunció el ceño. Tendría que consolarse con la carne de algún venado o serpiente.
¡Puaj!, gritó de asco. No había remedio.
Rendida llegó a la
cabaña. Colgó la escoba en la puerta. Abrió la alacena donde guardaba las
trampas de animales. Sacó una y se dispuso a prepararla. Mientras realizaba
esta tarea, le pareció escuchar el rumor del río. No le dio importancia y
continuó con el trabajo. El sonido se tornó más fuerte. Arrugó sus horribles y
pobladas cejas obscuras, estiró sus orejas puntiagudas y sonrió encantada. No
era el río aquel sonido, si no suaves, delicadas, apetitosas risas…de niños.
De inmediato frotó sus
manos, tronó los dedos y listo, la cabaña se convirtió en una de dulce, con
ventanas de malvavisco, puertas de dulce de leche y paredes de galletas. Se vio
al espejo y supo que también debía cambiar su aspecto por uno más atrayente: eliminó
sus verrugas; acarició sus dientes podridos, y, otra vez fueron blancos; estiró
su nariz, palmeó su cuerpo para obtener una nariz pequeña y una silueta
regordeta, como el de una matrona que se dedica a parir y a cuidar niños.
Tengo hambre, escuchó
quejarse a uno de ellos.
Calma, calma, espera, rumió
la bruja.
Mira esa cabaña
hermanita, huele bien. Espera Hansel, primero debemos averiguar. Hansel no
obedeció; se lanzó a devorar un pedazo de pared.
¡Mis niños, mis niños,
pobrecitos, están hambrientos! Dijo la bruja, abriendo la puerta y ofreciendo
una cálida sonrisa.
Ellos levantaron la
cabeza. Hansel se sintió salvado; la hermana mayor no, pese a la agradable
silueta de la mujer.
Vengan conmigo, entren,
entren, tengo dulces aún más exquisitos en mi cocina. La niña movió la cabeza y
con inseguridad respondió que no, que no, muchas gracias amable señora, no
podemos quedarnos porque nuestro papito nos espera en casa. Pero no van a
demorarse mucho tiempo; además yo misma puedo llevarlos de regreso a donde su
papito, respondió la bruja con voz melosa. Sí, sí, dijo Hansel agitando las
manos. El niño, sin esperar respuesta corrió al interior de la cabaña. La niña
respirando hondo, se dejó llevar por la suerte; siguió a su hermanito.
La bruja les sirvió
varias bandejas de chocolates, bombones, galletas y budines. Vio que Hansel
comía y comía, mas la niña se aguantaba. Come pequeña, come; te pondrás más
bonita. No tengo hambre señora, gracias. Al escuchar esta respuesta, a la bruja
se le borró la sonrisa.
Pronto Hansel se quedó
dormido. La bruja todavía fingiendo, aconsejó: mira pequeña, conviene dejarlo
descansar. No señora, es tarde, voy a despertarlo. La niña jaloneó a su
hermano; le gritó ¡despierta! ... El niño siguió dormido. Estaba encantado, lo
supo. Tuvo miedo de girar y encontrarse
con la mujer que no era exactamente una mujer. Tonto Hansel, tonto Hansel,
tonta yo, se decía la niña y la pobre transpiraba gotas de terror que recorrían
sus manos, frente y axilas. Quiso estar de una vez muerta cuando una uña
puntiaguda rasgó la carne de su espalda. ¡Va a comerme, va a comerme! La bruja
se quitó el disfraz. De su garganta brotó un gruñido cavernoso. Adivinas muy
bien mi dulce niñita. Si no tuviera tanta hambre te convertiría en mi aprendiz,
tienes talento.
La bruja levantó los
brazos. La niña corrió alrededor de la mesa. En ese instante el caldero ardió,
despidiendo intensas llamaradas
Maldita muerte, aulló,
a buenas horas se te ocurre llegar y con el hambre que traigo. Y tomó la
actitud de defensa. La muerte pareció no escucharla, sólo continuó siendo fuego,
sin recurrir a ningún ataque.
Del fuego brotó una
risa. La bruja no supo explicarla. Se enojó y se acercó al caldero. Otra risa. Decídete
de una vez. La bruja le aventó semillas de agua, en vano; las llamas se
incrementaron y también las carcajadas.
No vas a poder
conmi…fue lo último que expresó. Comprendió muy tarde aquellas risotadas. Incapaz
de presagiar el ataque de la muerte, no pudo defenderse cuando la tierna niñita
la empujó al fuego, y entonces, sí que sí la muerte la agarró bien fuerte de
los brazos para jamás volverla a soltar.